HACIA
UNA FILOSOFÍA PRIMERA DE LA PRAXIS.
* Artículo publicado en Mundialización y liberación, Alvarado y Gandarias (eds), Managua, 1996, pp. 327-358
Al principio de
todos los principios: ... que todo lo que se nos da originariamente (con su
viva realidad) en la "intuición", ha de ser aceptado tal como se da,
pero solamente en los límites en los que se da.
Edmund Husserl
Ya
en tiempo de Sócrates la filosofía fue considerada como una tarea inútil. Sin
embargo, la historia y los contenidos fundamentales del pensamiento humano son
difícilmente comprensibles sin la existencia de la filosofía. Ello no obsta
para que en los dos últimos siglos se haya impugnado repetidamente la
posibilidad misma del saber filosófico, abogando por su definitiva sustitución
por las ciencias. En los años más recientes, la filosofía tiende a ser excluida
de los planes de estudios, y en ocasiones se ve confinada al anaquel de los
saberes esotéricos. Es cierto que los propios filósofos profesionales, con sus
dogmatismos de escuela, pueden ser en buena medida responsables de esta
incomprensión. Pero tampoco hay que olvidar que los enemigos de la filosofía
son frecuentemente quienes temen al pensamiento crítico por hallarse muy a
gusto con la desorientación de la humanidad contemporánea. La filosofía tiene
que reclamar sus fueros justamente mostrando su necesidad y su capacidad para
enfrentar adecuadamente los graves problemas que afronta la praxis humana en el
mundo.
1. La desorientación de la humanidad
contemporánea
Hace
unas pocas décadas, la mayor parte de los intelectuales del planeta creía saber
con cierta seguridad hacia dónde se dirigían los destinos de la humanidad. Ya
se tratara de intelectuales marxistas como de intelectuales liberales, tanto
unos como otros contaban con ciertas concepciones acerca del desarrollo futuro
de la historia humana, y además juzgaban que ese desarrollo era éticamente
saludable. En la actualidad, se ha impuesto la conciencia de nuestro
desconocimiento sobre ese futuro, y las predicciones que algunos se atreven a
esbozar son frecuentemente pesimistas. Ésta es una situación que podemos
caracterizar como de desorientación. En esta situación, unos pensarán que son
las ciencias las que tienen que aclarar el futuro de nuestra especie, mientras
que otros confían más en las tradiciones morales y religiosas de los distintos
pueblos. Sin embargo, tanto unas como otras no están exentas de grandes
limitaciones.
La
civilización occidental puede mostrar con orgullo a las ciencias naturales como
uno de sus logros más exitosos. Las posibilidades técnicas abiertas por las
ciencias contemporáneas han transformado la faz de la Tierra, nos han lanzado
al espacio más allá de la misma, y han abierto posibilidades insospechadas a la
praxis humana. Sin embargo, sobre la ciencia y sobre la técnica se alzan
importantes interrogantes. Por una parte, ellas se han mostrado capaces de
poner fin a la humanidad en su conjunto, ya sea por medio de una repentina
catástrofe nuclear, ya sea mediante un proceso más lento de deterioro del medio
ambiente y de agotamiento de los recursos naturales. Por otra parte, las
posibilidades técnicas abiertas a la praxis humana solamente se resultan
fácticamente accesibles a un número reducido de personas, en su mayoría
habitantes de los países industrializados. Esperar que estas posibilidades
técnicas alcancen a toda la humanidad resulta ingenuo si pensamos que ya hoy la
civilización industrializada está amenazando la vida sobre el planeta. Si los
miles de millones de personas que hoy pueblan la Tierra desarrollaran el mismo
nivel de vida del que disfruta una quinta parte de la humanidad, la existencia
sobre el planeta resultaría imposible. Es indudable que estos problemas
requieren una solución técnica, de modo que no se podrá alcanzar una
convivencia pacífica y digna para toda la humanidad sin la contribución de las
ciencias. Sin embargo, cada día resulta más obvio que estas ciencias requieren
una orientación racional.
En
cierto tiempo se pudo pensar que esta orientación racional de las ciencias
naturales podría provenir de las llamadas ciencias humanas y sociales. Ellas
serían capaces de informarnos sobre sobre las distintas fases de la historia
humana, sobre las distintas formas de organización social, y sobre el futuro de
la especie en su conjunto. Sin embargo, las ciencias humanas y sociales no han
logrado realizar este cometido. Por una parte, su eficacia para predecir el
comportamiento humano, tanto individual como colectivo, resulta enormemente
limitada. Las grandes construcciones, presuntamente científicas, sobre el
provenir de la sociedad humana han fracasado estrepitosamente. A diferencia de
las ciencias naturales, las ciencias humanas y sociales no logran anticipar con
rigor el desarrollo de los acontecimientos, con lo que difícilmente se puede
esperar de ellas una orientación fiable de la actividad humana. Por otra parte,
las ciencias humanas y sociales, justamente por su pretensión de ajustarse al
paradigma de las ciencias naturales, están constantemente enfrentadas a la
tentación de tratar los objetos de su estudio como meras realidades naturales,
excluyendo de su campo de investigación toda consideración valorativa. Pero
justamente esta aceptación mimética del modelo de las ciencias naturales las
hace incapaces de proporcionar a esas ciencias la orientación de la que se
hallan necesitadas.
Se
podría pensar que quienes en último término han de orientar al género humano no
son las ciencias sociales, sino las tradiciones morales y religiosas de los
distintos pueblos. Sin embargo, el triunfo universal de la civilización
capitalista se ha caracterizado por una profunda erosión de estas tradiciones.
Por una parte, la civilización científica y técnica, unida a la economía de
mercado, ha ridiculizado los valores morales y religiosos del pasado, y en su
lugar ha propuesto un individualismo inmediatista. Ciertamente, ello ha
despertado en todo el planeta una nueva sensibilidad hacia las libertades y los
derechos personales, y ella constituye un logro innegable de la humanidad. Sin
embargo, el individualismo resulta insuficiente a la hora de proporcionar una
orientación a la humanidad en su conjunto. Los problemas sociales y ecológicos
plantean la necesidad de renunciar a algunos bienes inmediatos en orden a
garantizar la supervivencia de las generaciones presentes y futuras. Pero para
ello se requiere la adopción masiva de criterios morales que transciendan los
bienes inmediatos. Por otra parte, parece difícil encontrar estos criterios en
unas tradiciones morales enormemente diversas entre sí y que han surgido para
responder a problemas morales muy distintos a los que en el presente afectan a
toda la humanidad en su conjunto. Ni los valores de la tradición ni los de la
civilización industrial parecen suficientes para responder a los grandes
desafíos que esta civilización ha planteado.
Las
religiones tradicionales se encuentran con graves dificultades a la hora de
proporcionar una orientación a la humanidad actual. En la actualidad, casi
todas las grandes religiones atraviesan procesos de sectarización. No nos
referimos solamente a las sectas fundamentalistas que aparecen en el interior,
no sólo del cristianismo, sino también de otras religiones mundiales. También
las grandes religiones adoptan masivamente posturas fundamentalistas,
prefiriendo la seguridad de las afirmaciones dogmáticas a la discusión con los
nuevos desafíos sociales y culturales. El encuentro entre las civilizaciones
provoca reacciones defensivas, de modo que algunas religiones tradicionalmente
caracterizadas por su tolerancia se sitúan hoy en posiciones agresivamente
nacionalistas, no sólo en los jóvenes Estados del Tercer Mundo, sino también en
el seno de la vieja Europa. Paradójicamente, la intención universal de muchas
religiones se diluye ahora en un abismo de rivalidades étnicas y de fanatismos
excluyentes. Aquellas religiones que desarrollaron en sí mismas un cultivo
esmerado de la filosofía como instrumento para dialogar sobre una base racional
con personas de todas las culturas, se ven tentadas ahora a convertir los
residuos ya fosilizados de viejas filosofías en verdaderos dogmas religiosos
sobre los que no cabría argumentar. De esta manera, se renuncia no sólo al
sentido originario del recurso a la filosofía, sino también a la misma
posibilidad de argumentar racionalmente sobre los contenidos de la propia
religión.
En
el Tercer Mundo, los graves problemas de la humanidad se hacen presentes con
especial gravedad en la vida cotidiana de millones de personas. Ante las
mencionadas insuficiencias de las ciencias naturales y sociales, y también ante
los límites de las tradiciones morales y religiosas de los pueblos, la
filosofía se encuentra ante el desafío de ofrecer a la humanidad contemporánea
aquella orientación racional en la que ella misma ha empeñado siempre sus
mejores esfuerzos. En los países industrializados, la actividad filosófica
parece limitarse a los estudios históricos de las propias tradiciones, a la
reflexión sobre las condiciones de diálogo democrático en el interior de las
naciones capitalistas occidentales, y a legitimación de la situación actual de
la humanidad en nombre de la desorientación misma que ella experimenta, y que a
algunos tanto beneficia. Malamente podemos esperar encontrar una orientación
alternativa en filosofías fundamentalmente satisfechas con el presente. Por
ello parece consecuente pensar que a los pueblos del Tercer Mundo les ha
llegado la hora de entregarse a una auténtica interrogación filosófica sobre
los grandes problemas de la humanidad. Si en otro tiempo se esperó una
orientación de las ciencias sociales y de las filosofías de los países
industrializados, hoy en día parece cada vez más obvio que ellas no podrán
nunca responder a preguntas que no están dispuestas a plantearse. No se trata
de desarrollar ningún nacionalismo intelectual, al estilo de las filosofías folklóricas,
sino de responder filosóficamente, ciertamente desde el Tercer Mundo, pero con
una perspectiva racional y universal, a los grandes desafíos de la humanidad
contemporánea.
2. La radicalidad filosófica
No
cabe duda de que la filosofía, tradicionalmente, ha pretendido servir como
orientadora de la actividad humana en el mundo, respondiendo a las preguntas
más radicales que los seres humanos se han formulado sobre la realidad última
del universo y de sí mismos. Ahora bien, esto no pasa de ser una pretensión.
Podría pensarse que, de la misma manera que las ciencias y los saberes
tradicionales, también la filosofía ha fracasado a la hora de proporcionar
alguna orientación coherente a la humanidad. Envuelta en permanentes y vanas
polémicas de escuela, la filosofía adquiere frecuentemente el aspecto de una
exposición arbitraria de los gustos e inclinaciones del respectivo filósofo.
Más que de filosofía, habría que hablar de una pluralidad de tradiciones
filosóficas, sin que parezca haber más razones para la adscripción a una de
ellas que las simples modas intelectuales, las casualidades biográficas o la
coincidencia con las preferencias y los intereses de determinados grupos
sociales. Cabría entonces argüir que, si bien las ciencias no han logrado proporcionar
una orientación satisfactoria a la humanidad, por lo menos hay en algunas de
ellas una cierta unanimidad en los métoso y un progresivo avance en la
aplicación de sus resultados. Por eso se podría pensar que, si bien ellas no
están todavía en condiciones de orientar la actividad humana en el mundo, lo
estarán en el futuro. A diferencia de la pluralidad y la arbitrariedad de las
escuelas filosóficas, las ciencias sí podrían responder de un modo riguroso y
verificable a los grandes interrogantes y problemas de las humanidad.
Por
más atrayentes que nos parezcan estos razonamientos, están sin embargo cargados
de contradiciones internas. En realidad, las ciencias occidentales, con sus
impresionantes logros técnicos, son parte de la actividad humana que necesita
de orientación. La ciencia, para orientar la actividad humana en su conjunto,
tendría que reflexionar también sobre
la actividad científica, pues ella desempeña un papel esencial en la vida y en
la muerte de la humanidad contemporánea. Por ello, nuestra búsqueda de
orientación necesitaría de una ciencia que se ocupara de las ciencias mismas,
determinando el alcance de su conocimiento, el valor del mismo, y los límites a
los que ha de estar sometida la aplicación técnica de sus resultados. La
ciencia destinada a responder a los graves problemas de la humanidad
contemporánea tendría que ser, entre otras cosas, una verdadera "ciencia
de las ciencias". Ella integraría todos aquellos datos que nos
proporcionan las distintas ciencias particulares sobre los procesos químicos,
biológicos, psíquicos y sociales que intervienen en la actividad científica.
Solamente así las interminables disputas de las teorías filosóficas del
conocimiento serían sustituidas por una auténtica ciencia ocupada en estudiar
la actividad científica misma.
La
contradicción interna de este proyecto consiste en que vanamente se puede
esperar que una ciencia sea capaz de fundamentar a todas las ciencias. Por
"fundamentación" entendemos aquí la determinación del sentido, el
alcance, los límites y el valor de la actividad científica. Una ciencia que
fundamentara a las ciencias también sería una ciencia, y tendría por tanto
necesidad de fundamentación. Para ello necesitaríamos de una nueva ciencia, que
fundamentaría a la "ciencia de las ciencias". Pero esta nueva ciencia
estaría a su vez sin fundamentación. La neurología, la psicología, la
sociología del conocimiento y todas las demás disciplinas que nos informan
sobre los procesos que intervienen en la actividad cognoscitiva humana son sin
duda muy legítimas como ciencias. Pero ellas no pueden cumplir la labor de
fundamentación de las ciencias sin caer en contradicción internas. La teoría de
la evolución nos puede explicar, por ejemplo, que la inteligencia humana ha
surgido en función de necesidades biológicas de la especie. Hasta aquí no hay
nada que objetar. Pero a partir de estos datos se puede elaborar una teoría
sobre las ciencias, diciendo que éstas no pueden obtener verdades, sino
solamente adaptaciones evolutivas al entorno. Para ser verdaderamente
consecuentes, esta teoría tendría que afirmar que todas sus afirmaciones sobre
la evolución y sobre la verdad son también simples adaptaciones evolutivas
carentes de verdad. Y esto es una flagrnate contradicición [1].
En
realidad, un discurso sobre las ciencias, sobre su verdad y sobre sus límites
es perfectamente legítimo. Pero es un discurso distinto del que es propio de
las ciencias. Una ciencia que fundamente a las ciencias necesita ella misma
estar fundamentada como ciencia. La discusión sobre la orientación de la
actividad científica nos sitúa en un nivel completamente distinto del que es
propio de las ciencias. Es el nivel de la filosofía. Pero, ¿estamos entonces
condenados a la arbitrariedad de las escuelas filosóficas? ¿No podremos salir nunca
del caos de las afirmaciones dogmáticas y de las modas filosóficas? ¿Tendremos
que contentarnos con la simple exposición en jerga filosófica de lo que en
realidad no son otra cosa que inclinaciones ideológicas y preferencias
sociopolíticas? ¿O tendremos que limitarnos, como en la vieja Europa, al
estudio erudito de las filosofías del pasado, consolándonos con que éste es el
único trabajo en filosofía en el que se puede esperar un mínimo de rigor y de
objetividad, especialmente si las investigaciones son acompañadas por un
ingente aparato bibiográfico?
Una
filosofía que realmente pretenda buscar una orientación para el conjutno de la
praxis humana en el mundo se tiene que mover, tal como hemos visto, en un nivel
diferente del que es propio de las ciencias. La filosofía no puede ser un
simple resumen enciclopédico de los conocimientos científicos, sino que tiene
que preguntarse precisamente por el sentido, el valor, el alcance y los límites
de todo conocimiento científico. Ahora bien, situarse en un nivel distinto de
las ciencias no implica tener que renunciar a ciertos caracteres del
conocimiento científico. Si la filosofía ha de servir como orientación a la
humanidad contemporánea, tiene que producir resultados que resulten accesibles
más allá de las fronteras de las escuelas, de las etnias y de las culturas. La
filosofía, al igual que las ciencias, ha de ser capaz de justificar sus
afirmaciones con independencia de los presupuestos propios de cada tradición
cultural, de cada religión, de cada escuela filosófica y de cada grupo étnico.
Por eso, la filosofía tiene que aspirar a constituirse en un saber libre de
presupuestos. Ciertamente, las ciencias, cargan con innunmerables presupuestos
de índole religiosa, cultural o filosófica. Pero ninguna ciencia piensa que sus
presupuestos están justificados por su antigüedad, o porque el presupuesto sea
propio de la etnia a la que el filósofo pertenece. La filosofía, si aspira a
buscar una orientación para la humanidad contemporánea, no puede admitir en su
seno ningún presupuesto no justificado, por mucho que este presupuesto esté
adornado con algún gran nombre del pasado o del presente.
Además,
en la medida en que la filosofía destierre de su territorio toda suposición no
justificada, estará capacitada para criticar la aparición ilegítima de la misma
en todas las ciencias y en todos los saberes de la humanidad. Para ello, la
filosofía tiene que situarse en una perspectiva que sea accesible a todos los
seres humanos, con independencia de los gustos, las tradiciones, las
inclinaciones y las ideologías con las que cargan las personas y los pueblos.
Esto exige encontrar una primera verdad que esté radicalmente justificada y en
la que, por tanto, no se haya introducido ningún presupuesto ilegítimo. Esta
primera verdad la tiene que obtener la filosofía de sí misma, de sus propias
fuentes. No puede apelar a las ciencias ni a otros saberes, por muy rigurosos y
exitosos que sean, precisamente porque la filosofía no puede comenzar
presuponiendo aquellos saberes que quiere fundamentar. La verdad primera
tampoco puede proceder de la historia de la filosofía, pues entonces ya
estaríamos suponiendo una tradición determinada, sin haberla justificado
previamente. La filosofía tiene que obtener una verdad que se justifique por sí
misma, sin apelar a ninguna verdad anterior. En este sentido (y sólo en éste)
la filosofía es un saber "absoluto", pues está verdaderamente
"suelto" de todo otro saber.
La
filosofía es, por ello, saber primero y radical. No se trata de una
anterioridad cronológica ni biográfica. El científico no necesita hacer primero
filosofía para realizar después sus tareas científicas. La filosofía es un
saber primero en el orden de la fundamentación de los saberes. Tal vez el
científico preste en su vida la más mínima atención a la filosofía. Ello, sin
embargo, no elimina la necesidad de una pregunta filosófica por el sentido, el
valor, el alcance y los límites de toda ciencia y de todo saber. En esto
consiste precisamente la radicalidad de la filosofía. Solamente si la filosofía
es capaz de convertirse en un saber radical, podrá aspirar a orientar la
actividad humana en el mundo. De lo contrario, la filosofía se limitará a
repetir el saber de las ciencias, de las religiones, de las cosmovisiones o de
las ideologías. Solamente como un saber radical, la filosofía es un saber
libre. La libertad de la filosofía consiste justamente en una independencia
frente a todos los presupuestos, tantas veces deshumanizadores, acumulados en
las ciencias y en los saberes. La filosofía, como un saber libre, puede
entonces aspirar a liberar a otros. La filosofía liberadora no es repetición de
otros saberes, sino que ha de comenzar por constituirse como un filosofar
libre, enfrentado con la radicalidad de las verdades primeras.
A
partir de esas verdades primeras, la filosofía ha de producir resultados
accesibles a todo estudioso, por encima de las simpatías de escuela, de las
tendencias ideológicas y de las pertenencias étnicas de cada pensador.
Obviamente, estas simpatías, tendencias y pertenencias existen, y se hacen
presentes también en la filosofía. Sin embargo, la tarea de la filosofía
consiste precisamente en desenmascarar tales presupuestos, mostrando su
carácter injustificado y su capacidad de introducir distorsiones en nuestra
argumentación. Esta voluntad filosófica de liberación de todos los presupuestos
no obsta para que la filosofía misma pueda encontrar en su propio discurso
muchos prejuicios carentes de justificación. La historia de la filosofía nos
proporciona ejemplos suficientes de ello. Pero esto no constituye, en realidad,
ninguna objeción contra la filosofía. Al contrario: el descubrimiento de
presupuestos, ya sea para su justificación o para su eliminación, es una
muestra fehaciente de que la filosofía es capaz de producir verdaderos
resultados. La filosofía, a diferencia de las ciencias, no progresa obteniendo
nuevos datos y explicaciones sobre lo que acontece en las distintas regiones
del universo. La filosofía avanza precisamente descubriendo presupuestos. Y es
que, en la medida en que lo hace, su verdad primera se libera de todo lo que no
le pertenece, adquiriendo así un perfil más determinado una justificación cada
vez más plena. La historia de la filosofía no consiste en un elenco de
opiniones arbitrarias. En ella hay también un estricto progreso en la búsqueda
de una verdad primera radicalmente justificada.
Obviamente,
no podemos en estas breves líneas examinar la historia de la filosofía en su
conjunto para detectar en ella los avances alcanzados en la eliminación de
presupuestos y en la determinación de una verdad primera. Sin embargo, esta
limitación no nos imposibilita para proseguir nuestra investigación: los
resultados de la filosofía en su historia se han de justificar por sí mismos
también en la actualidad, con independencia de que hayan sido formulados en el
pasado o porque el nombre de algún gran pensador esté unido a ellos. Estas
páginas son también limitadas en otro sentido: en ellas no podemos llevar a
cabo un tratamiento exhaustivo de la ingente cantidad de problemas que tiene
que resolver una filosofía que pretenda satisfacer las expectativas formuladas
en los apartados anteriores. Aquí tendremos que limitarnos a esbozar, de un
modo somero, los caradcteres propios de un proyecto filosófico de esta índole.
Para ello podemos comenzar procediendo de
modo negativo, es decir, delimitando ese proyecto frente a determinadas
concepciones filosóficas que, aunque muy cercanas a la nuestra, tendrán que ser
abandonadas en ciertas encrucijadas decisivas. Se trata de las filosofías de
Husserl y de Zubiri.
3. El "idealismo"
transcendental
Se
podría penar que la idea de una filosofía como saber primero y radical nos va a
abocar necesariamente a un idealismo de corte fenomenológico. Ciertamente, en
Husserl nos encontramos con la formulación inequívoca de un concepto de
filosofía como saber primordial, destinado a orientar a una humanidad
amenazada, como en nuestro tiempo, por la arbitrariedad y el irracionalismo.
Guiado por este ideal, Husserl puso en marcha uno de los movimientos
filosóficos más radicales y prometedores del siglo XX. Ello no obsta para que
en su realización concreta este proyecto cargue con algunas presupuestos de
difícil justificación.
La
fenomenología propone encontrar nuestra verdad primera mediante un movimiento
de reflexión. Nuestros actos de pensamiento, de percepción, de imaginación, de
volición, etc., están todos ellos volcados sobre objetos pensados, percibidos,
imaginados o queridos. La reflexión filosófica se caracterizaría por prescindir
de estos objetos y volver nuestra atención sobre los actos mismos. Todas
nuestras suposiciones y afirmaciones cotidianas sobre los objetos del mundo
real están cargadas de prejuicios que hemos tomado de nuestra cultura, de
nuestra religión, de las ciencias contemporáneas, de cualquier moda intelectual
o de cualquier ideología. En cambio, nuestros actos tienen el carácter de
verdades primeras, absolutas respecto a toda otra verdad, inmediatas y
perfectamente accesibles para todos sin necesidad de suponer ninguna ciencia,
ninguna religión, ninguna cultura ni ideología. Las cosas que percibimos pueden
ser en realidad muy distintas a como se presentan en nuestro acto de
percepción. En cambio, el acto mismo de percepción tiene una verdad intrínseca,
con independencia de toda presuposición sobre la realidad de las cosas más allá
de ese acto.
Hasta
aquí, el planteamiento de Husserl resulta perfectamente irreprochable, y se
sostiene por sí mismo, prescindiendo que haya sido formulado por Husserl,
Descartes, o cualquier otro pensador en la historia de la filosofía. Ahora
bien, los verdaderos problemas se presentan a la hora de determinar los contenidos de estos actos,
distinguiéndolos de aquello que está más allá de los mismos. Es lo que en el
lenguaje filosófico técnico se suele denominar lo "inmanente" a
nuestros actos a diferencia de lo "transcendente", es decir, de lo
que está más allá de los mismos.
En
el año 1907 Husserl señala dos sentidos posibles del término
"inmanente" a diferencia de lo transcendente [2]. En primer lugar, se
podría pensar que inmanentes son los actos perceptivos, imaginativos,
intelectuales, volitivos, etc. En cambio, lo transcendente serían simplemente
las cosas reales, independientes de estos actos, y que son términos de nuestras
percepciones, imaginaciones, intelecciones, voliciones, etc. Se trata,
fundamentalmente, de la idea de inmanencia que manejó la filosofía moderna
hasta nuestro tiempo. Ahora bien, Husserl señala que, a poco que observemos
este concepto de lo que es inmanente a nuestros actos, comprobaremos que es
insuficiente y que necesitamos una segunda determinación más precisa de la
inmanencia. Y es que, en nuestros actos están también presentes las cosas, en
el sentido más amplio de la expresión. No se trata de las cosas reales tal como
son en sí mismas con independencia de nuestros actos, sino que se trata de las
cosas tal como se hacen presentes en los mismos. Nuestros actos no son
recipientes vacíos, sino ventanas abiertas a la presencia luminosa de todas las
cosas del mundo. Por eso, el ámbito de lo inmanente incluye también todas las
propiedades de las cosas presentes en nuestros actos, aunque sólo en la medida
en que están presentes en los mismos. Con ello Husserl abandona decididamente
la filosofía moderna, y su idealismo adquiere un sentido radicalmente distinto
del que pudo tener cualquier idealismo clásico.
Esta
concepción de la inmanencia no sería problemática si no hubiera sido ampliado
por Husserl a partir del año 1910, con la introducción de un nuevo concepto de
lo inmanente [3]. Husserl observa que, a la hora de estudiar cualquier acto
perceptivo, tengo que admitir que éste solamente resulta posible en virtud de
una cierta retención, que me permite percibir las cosas no como un simple caos
de datos sensibles siempre variables, sino como una unidad permanente dotada de
sentido. Esto significa entonces que nuestros actos perceptivos implican
ciertas instancias que, si bien no están explícitamente presentes en cada acto,
están sin embargo implicadas en los mismos. Y estas instancias interesan
especialmente a la fenomenología, precisamente por que ellas son las que nos
pueden aclarar la constitución de las cosas en nuestros actos como unidades con
sentido. Por ello Husserl propone una ampliación de la inmanencia
fenomenológica, de manera que ella incluya no sólo lo actualmente dado en
nuestros actos, sino también todo lo que se puede dar en ellos y todo lo que
está implicado en los mismos [4]. Es lo que Husserl llama "una
transcendencia en la inmanencia fenomenológica" [5].
Al
considerar como inmanente a nuestros actos todo lo que está implicado en ellos,
Husserl abre la puerta a la conversión de la fenomenología en un idealismo
transcendental. Es cierto que ya en sus primeros escritos no hay una distinción
muy rígida entre los actos mismos y el sujeto que los ejecuta. Sin embargo,
todavía en el año 1900, Husserl afirmaba, frente a los neokantianos, que no era
capaz de encontrar ningún "yo puro" como centro de todos nuestros
actos, de modo que la fenomenología habría de contentarse con el "yo
empírico", es decir, con el "yo" tal como aparece en los actos
[6]. Es interesante observar que en el año 1910, es decir, en el momento en que
Husserl amplía el ámbito de lo inmanente a todo lo implicado en nuestros actos,
admite explícitamente la posibilidad de que la fenomenología se encuentre en su
propio campo no sólo con un yo empírico, sino también con un "yo
puro" [7]. Este "yo puro" podría no estar dado explícitamente en
ninguno de nuestros actos, pero sería algo implicado siempre en los mismos.
Tres años más tarde, Husserl ya no tiene ninguna duda al respecto: según él
habría un "yo puro" que, más allá de los perpetuos cambios en todo lo
que se presenta en nuestros actos, incluyendo el yo empírico, permanece como
algo necesario e idéntico que acompaña todo acto [8]. En nuestros actos estaría
siempre implicada una subjetividad pura, porque ella es la que unifica todos
los datos presentes en nuestros actos, constituyendo la cosa según algún tipo
de regla interna que rige tal unificación [9]. La subjetividad pura es una
subjetividad "constituyente", porque ella es la que ordena la
multiplicidad de nuestra experiencia constityendo objetos unitarios dotados de
sentido [10]. Como Husserl nos dice explícitamente, "las unidades de sentido
presuponen una conciencia donante de
sentido, que es absoluta y que no es a su vez resultado de una donación de
sentido" [11]. Esta conciencia pura es, como Husserl dice explícitamente
"una transcendencia en la inmanencia" [12].
De
este modo, al instalarnos en una actitud filosófica nos estaríamos siempre
instalando en el ámbito de esa conciencia constituyente que ejecuta y acompaña
a todos nuestros actos, estando siempre implicada en los mismos. De esta
manera, la fenomenología va a convertirse en un "idealismo
transcendental". Ciertamente, no estamos ante un idealismo en el sentido
usual del término, pues Husserl no niega en modo alguno la realidad del mundo
exterior [13], sino que solamente se interesa por el modo en que todas las
cosas, incluida la realidad del mundo exterior, puede llegar a tener sentido
para una conciencia. Justamente por eso es una filosofía transcendental, pues
atiende a la génesis de todo sentido, incluido el de la ciencia, ante la
conciencia pura. De este modo aspira Husserl a que la filosofía pueda responder
a los grandes retos de la humanidad contemporánea [14]. Sin embargo, en este
momento tenemos que preguntarnos si esta tansformación de la fenomenología en
un idealismo transcendental es verdaderamente fiel a su proyecto originario.
Cuando
introducimos en el campo fenomenológico no sólo nuestros actos sino también la
subjetividad que los ejecuta, estamos precisamente introduciendo un presupuesto. Para Husserl, la
subjetividad constituyente está implicada en nuestros actos porque es un
presupuesto de los mismos. Se podría argüir que se trata de un presupuesto
verdaderamente justificado, porque sin una subjetividad constituyente sería
imposible explicar la constitución en nuestros actos de ningún objeto con
sentido. Ahora bien, la fenomenología podría haberse contentado con el análisis
de esas unidades de sentido, sin necesidad de trasladarse a ningún presupuesto
de las mismas, por muy justificado que esté. Toda justificación de este tipo
significa moverse más allá del ámbito de lo inmediatamente dado. Y con ello se
merma la radicalidad fenomenológica, que consistía justamente en admitir
solamente lo que se nos da originariamente en nuestros actos, tal como se da y solamente en los límites en los que se nos
da [15]. En la medida en que admitimos como inmanente aquello que está
presupuesto en lo dado, corremos el riesgo de sacrificar la radicalidad propia
de la filosofía en beneficio de un prejuicio de la modernidad, tal como la
subjetividad [16].
La
ampliación de la idea de inmanencia desvirtúa, por tanto, el sentido originario
de una "filosofía primera". Si ésta quiere instalarse en verdades
absolutas que no estén mediadas por la aceptación de otras verdades, debería
limitarse al análisis de lo que se nos da explícitamente de un modo inmediato y
actual. Husserl piensa que estas verdades absolutas tienen que ser inmutables y
necesarias, y posiblemente por ello se traslada desde la facticidad cambiante y
caduca de nuestros actos hacia la subjetividad pura, pensando encontrar en ella
algo necesario y siempre idéntico [17]. Pero al hacer esto abandona el ámbito
de las verdades primeras y se hunde en el mundo de los presupuestos, donde
instala su proyecto filosófico. En realidad, la idea de
"subjetividad" resulta inadecuada para una filosofía radical, pues
por más que se insista en que ella acompaña a todos nuestros actos, el término
mismo sugiere la idea de algo que está más allá de los mismos, pues es el
sujeto que los ejecuta. La verdadera fidelidad al proyecto inicial de la
fenomenología hubiera consistido en permanecer aferrado a la facticidad de
nuestros actos, sin desertar del devenir, pues justamente en el devenir es
donde hemos encontrado las verdades absolutas y primeras.
4. El "realismo"
transcendental
Muchos
discípulos de Husserl no aceptaron esta conversión de la fenomenología en un
idealismo transcendental, pues siempre encontraron problemática la idea, en el
fondo kantiana, de un yo puro como presupuesto de todos nuestros actos. Vamos a
referirnos a uno de estos discípulos para delimitar también frente a él los
contenidos propios de una filosofía radical que, por ser tal, pueda aspirar a
proporcionar una orientación de la praxis humana en el mundo, incluyendo en
ella una fundamentación de todos los saberes y de todas las ciencias. Nos referimos
al proyecto filosófico de Xavier Zubiri. A diferencia del idealismo
transcendental de Husserl, la filosofía de Zubiri se constituye como un
realismo transcendental. Ahora bien, como en el caso del idealismo
fenomenológico, también el realismo de Zubiri tiene un sentido muy distinto del
habitual en la historia de la filosofía. Por eso, él mismo prefirió hablar de
"reísmo" y no de "realismo" [18]. Para entender esto,
detengámonos brevemente en algunos caracteres de la filosofía de Zubiri.
Zubiri
pretende realizar un análisis de nuestros actos, sin ir más allá de los mismos
hacia sus condiciones de posibilidad. Por eso dice explícitamente que su
estudio de los actos intelectivos es kath'enérgeian,
y no katý d›namin. Esto significa, ya
de entrada, no aceptar el presupuesto de ninguna subjetividad transcendental
como polo unificador situado más allá de todos nuestros actos [19]. Aunque
Zubiri atiende especialmente a los actos de aprehensión sensible, su análisis
se puede extender, con las debidas correcciones, a todo todos los actos
formalmente humanos. Esto no significa negar los aspectos personales que puedan
aparecer en nuestros actos (lo que la filosofía moderna llama impropiamente el
"yo empírico"), sino solamente aceptarlos en la medida en que se
presentan en los mismos. Con ello Zubiri no hace otra cosa que ser fiel al
ideal fenomenológico de atenerse radicalmente a lo dado, evitando incluir en
ello ningún presupuesto. La filosofía, como hemos señalado, progresa justamente
en esta forma, de manera que la auténtica realización del proyecto filosófico
de Husserl no consiste en una repetición mecánica de su pensamiento, sino
justamente en la búsqueda de una verdad primera criticando todos los
presupuestos que nos llevan más allá de lo inmediatamente dado.
Con
esto, Zubiri parece haber sencillamente regresado al segundo concepto de
inmanencia: la inmanencia del acto junto con todos los aspectos de la cosa que
están presentes o "actualizados" en ese acto. Ahora bien, Zubiri
observa que en ese acto hay algo que la filosofía occidental ha pasado por
alto, y que probablemente constituye su más importante contribución a la
historia del pensamiento. Analicemos detenidamente las cosas que están
actualizadas en nuestros actos, solamente en cuanto actualizadas, y sin
pretender ninguna teoría más allá de los actos mismos. Las cosas, así
consideradas, no constan solamente de un conjunto de propiedades
sistemáticamente organizadas. Lo propio de nuestros actos es que las cosas,
además, se actualizan en ellos como radicalmente "otras" respecto a
los mismos. Se trata, ciertamente, de las cosas tal como están en nuestros actos. Pero en ellos, las
cosas pretenden ser anteriores e independientes de todo acto. Esto es lo que
Zubiri expresa dieciendo que las cosas se actualizan como siendo "de
suyo", y no en función del acto. Incluso los contenidos de nuestros sueños
y fantasías, aunque no existan más allá de nuestros actos, se presentan en
nuestros actos de ensoñación y de imaginación como radicalmente distintas de
ellos. Tan radical es esta alteridad, que las cosas, en nuestros actos, nos
remiten a sí mismas, y no al acto respecto al cual son "otras" [20].
Para Zubiri, la filosofía tradicional se habría fijado solamente en las
propiedades que las cosas presentan en nuestros actos, pero no en esta
alteridad radical con la que toda cosa se actualiza. Ahora bien, esta alteridad
radical es, según Zubiri, un carácter esencial de la experiencia humana en el
mundo, y sin atender a ella no se podría estudiar correctamente ninguno de los
grnades temas de la filosofía clásica.
Hasta
aquí, el planteamiento de Zubiri resulta, a mi modo de ver, intachable. Sin
embargo, las dificultades aparecen en el momento en que Zubiri utiliza el
término "realidad" para referirse a esa alteridad radical con la que
las cosas se presentan en nuestros actos. Para entender el uso de este término,
hay que subrayar que, para Zubiri, la "realidad" no es otra cosa que
esa alteridad radical con la que las cosas se actualizan en el acto de
aprehensión. La "realidad" no designa, por tanto, la zona de cosas
situadas más allá de nuestros actos, sino la manera en que las cosas se
actualizan en los mismos. De ahí que la filosofía de Zubiri no pueda
confundirse con ningún realismo clásico. Para Zubiri, la realidad es el modo
según el cual las cosas quedan en nuestros actos como radicalmente distintas de
los mismos. Por eso, él mismo ha indicado en alguna ocasión que el término más
adecuado sería "reidad", y no realidad [21]. Justamente por ello, su
filosofía no sería un realismo, sino solamente un "reísmo". Este
"reísmo" zubiriano tendría un carácter "transcendental",
justamente porque esa "realidad" con la que las cosas se actualizan
en nuestros actos es un carácter que nos abre, desde cada cosa real actualizada
en nuestros actos, a todas las demás cosas reales que hay, tanto en nuestros
actos como más allá de los mismos, en el mundo. Todas ellas tendrían, además de
un conjunto de propiedades en unidad sistemática, el carácter de algo que es
"de suyo" con anterioridad e independencia de nuestros actos. De esta
manera, el idealismo transcendental de Husserl podría ser ahora sustituido por
un "reísmo" transcendental, cuya ocupación fundamental no sería
describir la constitución del sentido de las cosas para una subjetividad
transcendental, sino más bien analizar la "función transcendental"
que desempeñan las cosas reales al constituir diversas formas y modos de
realidad [22]. La filosofía primera ya no sería una filosofía de la conciencia,
sino una filosofía de la realidad.
Si
ahora revisamos atentamente lo que hemos expuesto hasta aquí, nos encontramos
con una especie de anfibología en el término "realidad". Por una
parte, la "realidad" designa la alteridad radical con la que las
cosas se actualizan en nuestros actos. Pero, por otra parte, la
"realidad" parece designar también las cosas tal como son con
independencia de nuestros actos. Se trata, obviamente, del sentido usual del
término realidad, tanto en el lenguaje filosófico como en el coloquial [23].
Algún intérprete de Zubiri, observando esta ambigüedad, ha sugerido distinguir
entre "reidad" y "realidad". Mientras que la
"reidad" se refiere al modo como las cosas se actualizan en nuestros
actos, la "realidad" designaría a las cosas más allá de los mismos
[24]. Ahora bien, probablmente esta distinción es justamente la que Zubiri
quiso evitar al utilizar indistintamente en término "realidad". Para
Zubiri, la realidad no es una zona de cosas, sino un carácter de toda cosa,
tanto en la aprehensión más allá de la misma: "no se trata de un salto de
lo percibido a lo real, sino de la realidad misma en su doble cara de
aprehendida y de propia en sí misma" [25]. La realidad de las cosas en la
aprehensión nos está remitiendo a la pregunta por lo que sean las coss con
independencia de la misma. La realidad de la cosa en nuestros actos nos invita
persistentemente a olvidarnos de nuestros actos y a sumergirnos en lo que las
cosas reales sen más allá de los mismos. Por eso, la distinción entre
"reidad" y "realidad" las convertiría a ambas en zonas de
cosas, destruyendo la intención fundamental de la filosofía de Zubiri.
Ahora
bien, la pregunta decisiva es si esa intención fundamental se puede mantener
sin traicionar el proyecto de una fundamentación radical de todos los saberes
en el contexto de una orientación de la vida humana a partir de un ámbito de
verdades primeras y radicales. Probablemente, el joven Zubiri ya se acercó a la
fenomenología con intenciones metafísicas que, de alguna manera, han seguido
presentes en su proyecto filosófico a pesar de las grandes transformaciones que
ha experimentado a lo largo de su evolución intelectual. Sea cual sea la
interpretación definitiva de su pensamiento, es perfectamente legítimo y
necesario señalar que en nuestros actos las cosas presentan una alteridad
radical que nos remite a buscar lo que ellas sean más allá de nuestros actos.
Muy distinto de esto es denominar "realidad" a esa alteridad radical,
señalando que ella es un carácter común a todas las cosas, también más allá de
nuestros actos. Se podría decir que también cuando pensamos en las cosas más
allá de la aprehensión estamos realizando actos de pensamiento, y por lo tanto
no habría ninguna ambigüedad en el uso del término "realidad", pues
siempre nos estaríamos refiriendo al modo como las cosas se presentan en
nuestros actos, aunque sean actos de pensamiento. Ahora bien, entonces habría
que cuestionar el empleo del término realidad, incluso para referirnos a lo que
hay más allá de nuestros actos. Más bien todo sería "reidad". Dicho
en otros términos, no tendríamos más que la alteridad radical con la que las
cosas se presentan en todos nuestros actos. El término "realidad" no
se podría utilizar en el análisis de lo actualizado en nuestros actos, sino
solamente para designar lo que pueda haber más allá de los mismos.
Ciertamente,
en la alteridad con la que las cosas se presenta en nuestros actos está
implicada la pregunta por su realidad más allá de los mismos. Tal vez se pudira
decir legítimamente que en la alteridad radical está implicada la realidad.
Pero, tal como hemos señalado a propósito de Husserl, la filosofía primera
tiene que preguntarse solamente por lo que está expresa y actualmente presente
en nuestros actos, y no por lo que está implícito en los mismos. De lo
contrario, estaríamos pasando de nuestros actos a sus presupuestos, con lo que
el proyecto de una filosofía como saber primero y radical habría sido
nuevamente traicionado. De hecho, el término "realidad" presenta las
mismas dificultades que el término "subjetividad": ambos entrañan
constitutivamente la referencia a lo que está más allá de nuestros actos, ya
sea el sujeto o las cosas reales. Por eso, tanto la "subjetividad"
como la "realidad" resultan términos enormemente ambiguos y
problemáticos cuando se emplean en un análisis que se quiere limitar
metódicamente a la realidad primera de nuestros actos, y de todo lo que en
ellos se presenta, pero solamente en la medida en que actualmente se presenta.
Justamente por eso es menester mantener una distinción entre la alteridad
radical que las cosas tienen en nuestros actos y la realidad de las cosas más
allá de los mismos, como también es esencial distinguir entre los aspectos
personales que se actualizan en nuestros actos ("yo empírico"), y un
presunto sujeto transcendental más allá de los mismos.
Esta
distinción presenta una primera ventaja, más superficial, que consiste en
evitar la impresión de una embrieguez de realidades. En la terminología de
Zubiri, todas las cosas actualizadas en nuestros actos, desde los números hasta
los seres de ficción, tienen la misma realidad que las piedras [26]. No sólo
que las piedras actualizadas en nuestros actos de aprehensión sensible, sino
también la misma realidad que las piedras más allá de nuestros actos.
Ciertamente, a lo inmanente pertenece la alteridad radical de las cosas en
nuestros actos. Pero la distinción entre esta alteridad radical y la realidad
transcendente a los actos cumple una función crítica respecto a toda atribución
de realidad a aquello que solamente aparece en nuestros actos. Esta distinción
crítica no es óbice para señalar que la alteridad es un carácter de todos los
actos humanos, incluidos aquellos actos de pensamiento en los que pretendemos
ir más allá de todo acto.
Ahora
bien, la distinción entre la alteridad radical en nuestros actos y la realidad
más allá de los mismos tiene otra ventaja más radical. Como hemos visto, ella
nos mantiene en nuestros actos, liberándolos de todo presupuesto, por más que
esté implicado en los mismos. Reconociendo la alteridad radical en nuestros
actos, no estamos obligados a transcenderlos. De esta manera, la filosofía
primera no adquiere el carácter de una filosofía de la subjetividad, ni el
carácter de una filosofía de la realidad. La filosofía primera es y sigue
siendo una filosofía de nuestros actos. Si nos quedamos en nuestros actos
evitando todo presupuesto que nos arranque de los mismos, la filosofía como
saber primero no puede adoptar la forma de un idealismo transcendental, pero
tampoco la de un realismo transcendental. La filosofía primera consistirá más
bien en lo que podríamos denominar una "praxeología transcendental".
Podría pensarse que esta praxeología, separada del sujeto y de la realidad,
está condenada a una vaciedad y una pobreza radical de contenido. Es lo que hemos
de considerar a continuación.
5. La praxeología transcendental
La
praxeología, como proyecto filosófico, comenzaría por mantener el ideal de una
orientación de la praxis humana en el mundo, y de una fundamentación radical de
todos los saberes. Obviamente, no estamos ante un ideal exclusivo de la
fenomenología, sino ante una pretensión que caracteriza en buena medida la
historia entera del pensamiento filosófico desde Sócrates. A la fenomenología
le corresponde el mérito de haber impulsado este ideal en la filosofía del
siglo XX. Por eso la praxeología puede interpertarse a sí misma como heredera
de la fenomenología.
Para
realizar ese viejo ideal filosófico, la praxeología tiene que determinar el
ámbito de una verdad primera y radical. Solamente así puede la filosofía
convertirse en un saber primero que no presuponga los demás saberes. Como la
fenomenología, la praxeología entiende que esta verdad primera se encuentra en
nuestros actos. Esto no lo sostiene en virtud de la autoridad de Husserl o de
ningún otro pensador, sino simplemente en virtud de la verdad primera que
poseen los actos mismos. A diferencia de las relidades percibidas, imaginadas,
inteligidas o queridas, los actos de percepción, imaginación, intelección o
volición constituyen verdades "absolutas" en el sentido de una
inmediatez que no pende de ninguna otra verdad anterior. A la inmediatez de los
actos pertenecen también las propiedades de las cosas que en ellos se
actualizan, y en la medida en que se actualizan. Al actualizarse, las cosas
quedan en nuestros actos como radicalemente "otras" respecto a los
mismos. La alteridad radical de las cosas en los actos es un momento
constitutivo de los actos que la praxeología ha de analizar. En cambio, de
nuestro campo de análisis quedan excluidas todas las subjetividades y todas las
realidades que puedan estar implicadas en nuestros actos por ser presupuestos
de los mismos.
En
este momento de nuestra investigación es esencial que determinemos qué es lo
que entedemos por "acto". Ante todo hay que señalar que los actos no
aparecen aquí para subrayar el carácter activo de un sujeto en su
enfrentamiento con las realidades del mundo. Ciertamente, ésta es la
perspectiva en la que las llamadas "filosofías de la praxis"
abordaron el problema [27]. Pero aquí nos hemos situado en la perspectiva de
una filosofía primera, prescindiendo metódicamente de toda afirmación sobre
sujetos y sobre realidades. Al instalarnos en el nivel de los actos,
renunciamos a la explicación científica o metafísica de los mismos desde
instancias que están más allá de ellos, y se trate de sujetos que toman
iniciativas sobre las realidades o de realidades que se imponen a los sujetos.
Tanto el activismo como el pasivismo son explicaciones teóricas que desbordan
el mero análisis de nuestros actos. Los actos tienen, por ello, un significado
"neutral", del que hay que excluir toda idea de una activación y
todas las construcciones metafísicas que la historia del pensamiento ha
elaborado en torno a los actos [28]. Prescindimos, por ello, de toda idea de
los actos como realización de unas potencias naturales o como determinación de
un sujeto. En este sentido neutral podríamos hablar también de
"vivencias". Sin embargo, este término tiene en castellano
connotaciones de carácter afectivo e intimista. El término acto, en cambio, es
más abierto y neutral, e incluye dentro de sí percepciones, voliciones,
intelecciones, imaginaciones y afecciones.
Ahora
bien, ¿qué es lo que caracteriza a esas percepciones, intelecciones,
voliciones, imaginaciones y afecciones precisamente como actos? En realidad, ya
lo hemos señalado anteriormente: todas ellas consisten en presentaciones de
algo que se actualiza como radicalmente otro. Esta presentación no es el
resultado de una deducción o de un razonamiento, sino que es una presentación
inmediata. Lo que les confiere a las percepciones, intelecciones, afecciones,
imaginaciones o voliciones su carácter de actos es que en todas ellas se
actualizan inmediatamente las cosas en alteridad radical. Esta presentación o
actualización tiene matices propio en cada uno de los actos. No es lo mismo una
actualización afectiva que una actualización volitiva o que una actualización
intelectiva. En estas actualizaciones, las cosas se presentan como radicalmente
independientes de su actualización, remitiéndonos a la cosa misma e
invitándonos al olvido de nuestros actos. Pero esta presentación tiene lugar en los actos mismos, dentro sus límites,
con independencia de lo que las cosas sean más allá de ellos.
Podría
pensarse que, circunscribiéndonos a los actos así entendidos, nos encontraremos
con un torrente caótico de actos transcurriendo constantemente sin orden ni
sosiego. No tendríamos ninguna subjetividad ni ninguna realidad en la que
descansar a salvo del devenir constante de nuestros actos. Se trata de una
imagen que ya aparece en la filosofía de Hume y que probablemente hoy sigue
inclinando a muchos pensadores a buscar algún refugio metafísico en el que
encontrar un puerto seguro más allá del constate fluir de nuestros actos. Que
este refugio seguro se sitúe en la intersubjetividad lingüística, y no en la
subjetividad husserliana, cambia poco en nuestro problema. En todos los casos
estaríamos abandonando la facticidad en busca de una tierra firme y segura.
Pero, aun si hacemos un esfuerzo por no desertar del torrente de los actos, se
nos dirá esto no nos va a servir de mucho, pues difícilmente se podrá esperar
de esta corriente heraclitea una orientación para la praxis humana en el mundo,
y mucho menos una fundamentación de todos los saberes y de todas las ciencias.
Hay
que constatar ciertamente una pluralidad enorme de actos. Cada cosa tiene su
modo propio e irrepetible de actualización. No es igual la actualización de un
libro que la actualización de una persona. Además, hay una pluralidad de tipos
de actualizaciones, como son las voliciones, las intelecciones, las afecciones,
las percepciones, etc. Es importante mantener enérgicamente esta pluralidad de
las actualizaciones, sin pretender reducirlas todas ellas a un solo tipo o
categoría. Así, por ejemplo, no podemos decir con Hume que todos los actos
intelectivos tienen su origen en los actos de impresión [29], pues esto ya
supone la elaboración de teorías psicológicas sobre la génesis de nuestras
ideas. Desde el punto de vista de la filosofía primera, todos los actos, del
tipo que sean, están en el mismo nivel de la verdad primera. Todos ellos son
actualizaciones inmediatas en alteridad radical. Su mayor o menor intensidad no
constituye ningún argumento válido para excluir a ciertos actos, como los de
pensamiento, del nivel originario de la verdad primera. Cada acto y cada tipo
de actos es digno de ser analizado detenidamente, en su riqueza múltiple y
plural.
Por
otra parte, es también adecuada la imagen del torrente heracliteo, pues los
actos se encuentran en un perpetuo devenir. Cada acto es un "ahora"
irrepetible en el que no nos podemos sumergir dos veces. En este sentido, los
actos son plenametne "actuales". En su actualidad, cada acto está
abierto a un "antes" y a un "después", y por tanto a otros
actos anteriores y posteriores a él. La verdad primera de los actos no
constituye un reino de esencias eternas y apodícticas. Más bien, cada acto es
perfectamente temporáneo en el devenir de los continuos "ahoras" de
actualizaciones siempre nuevas y plurales. Sin embargo, no hay razones para
temer a este torrente y refugiarnos en alguna entidad metafísica que nos salve
de la facticidad del devenir. Incluso si a este entidad metafísica se la
denomina "vida", también estaremos huyendo del devenir fáctico de
nuestros actos resguardándonos en algo que permanece más allá de los mismos
[30]. La filosofía primera tienen que comenzar sumergiéndose en la
multiplicidad y pluralidad del devenir de nuestros actos, pues allí nos esperan
las múltiples riquezas de los actos mismos y de todo lo que en ellos se
actualiza.
Sin
embargo, este carácter dinámico y plural de nuestros actos no nos empuja a
ahogarnos en una ciénaga caótica de la que no podamos esperar ninguna
orientación. Por una parte, hay que subrayar que los actos, por más que sean
irrepetibles, son analizables en su tipicidad. Aunque cada acto individual es
irrepetible, los distintos tipos de actos (percepciones, intelecciones,
voliciones, etc.) son repetibles y pueden ser, por ello, el objeto de un análisis
minucioso. Así, por ejemplo, aunque mi percepción actual de este papel jamás se
repetirá, puedo repetir otra percepción del mismo papel, semejante a la
primera. De este modo, puede determinar, mediante el análisis de varios actos
perceptivos, cuáles son los caracteres propios de la percepción. Obviamente,
este tipo de análisis está siempre sujeto a una continua revisión y mejora, no
sólo en los conceptos empleados, sino también en la determinación de los
caracteres propios de cada tipo de actos. Todo análisis y toda evidencia es
susceptible de perfeccionamiento. Donde no hay lugar para la mejora es allá
donde no hay conceptos: en la verdad primera y simple de los actos mismos [31].
Por
otra parte, la corriente de nuestros actos no se compone de mónadas aisladas.
De hecho, nuestros actos se estructuran dando lugar a configuraciones que son
perfectamente accesibles a nuestro análisis. Sin salir de los actos mismos y
sin caer en explicaciones sobre su origen, podemos atender a las distintas
estructuraciones de los actos entre sí. Sin prisa por hallar tierra firme a
salvo del torrente heracliteo, la filosofía primera tiene que detenerse a
estudiar estas estructuras. Sin duda, el análisis detallado de cada una de ella
requiere estudios más prolijos de los que podemos ofrecer en estas páginas. Sin
embargo, podemos adelantar brevemente cuáles son esas estructuras
fundamentales:
a)
Tenemos, en primer lugar, lo que podemos denominar "acciones" [32].
Las acciones son estructuras integradas por tres tipos de actos: los actos de
aprehensión, los actos de afección y los actos de volición. Naturalmente, estos
tipos de actos implican distintos movimientos musculares en cada caso. Sin
embargo, aquí no nos interesa la teoría fisiológica de la acción, sino
solamente su análisis como configuración concreta de nuestros actos. Por
"aprehensión" entendemos la actualización de una cosa como un sistema
de propiedades en alteridad radical respecto al acto aprehensivo mismo. Esta
aprehensión suscita una modificación de nuestro tono vital (afección), y
también un acto de respuesta respecto a la cosa aprehendida o respecto a otras
cosas (volición). Es importante observar que la cosa aprehendida se actualiza
en nuestras afecciones y deseos en la misma alteridad radical. Justamente por
eso, la acción no consiste en un simple mecanismo de estímulos y respuestas.
Entre los tres tipos de actos hay una relativa autonomía, de modo que nuestas
afecciones y nuestas voliciones no están unívoca e inmediatamente determinadas
por la índole de las cosas aprehendidas. Esta apertura de la acción tiene
innumerables consecuencias para determinar en qué consiste en llamado "yo
empírico" y cuál es su vinculación con los demás. Se trata de cuestiones
en las que no podemos entrar en este momento.
b)
La apertura de la acción está sin duda cargada de riquezas. Pero también en esa
apertura consiste su precariedad: las acciones requieren ser orientadas. Esta
orientación la proporciona un nuevo tipo de actos, que podemos llamar actos de
entendimiento o actos "intencionales". No se trata de la
intencionalidad de Brentano, sino de lo intencional en cuanto relativo al
entendimiento. Los actos intencionales inteligen el sentido de la acción. El
sentido no es otra cosa que la orientación que "fija" la apertura de
la acción, convirtiéndola en una acción orientada. En este caso ya no tenemos
propiamente acciones, sino "actuaciones" con un sentido determinado,
tal como "leer" o "tomar café". Las actuaciones son
acciones orientadas, esto es, acciones con sentido. El sentido que inteligen
los actos intencionales determina cada uno de los actos de la acción, dándoles
un carácter nuevo. Las aprehensiones con sentido son "percepciones",
no ya de simples sistemas de propiedades, sino de "tazas",
"sillas", "mesas". Se trata de sistemas de propiedades que,
en alteridad radical, tienen un sentido respecto a nuestra actuación de
"tomar café". Del mismo modo, los afectos con sentido son
"emociones" y las voliciones orientadas son "deseos". La
relación de las actuaciones con la socialidad y con el lenguaje presenta
aspectos muy complejos que desbordan los límites de este trabajo.
c)
Hay situaciones en las que nos encontramos con una pluralidad de posibles
actuaciones concurrentes entre sí. En estas situaciones no nos limitamos a
actuar con un determinado sentido, sino que tenemos que optar, apropiándonos
una determinada posibilidad. A la apropiación de posibilidades la podemos
denominar "actividad". En la actividad no nos limitamos a entender el
sentido que orienta nuestra actuación, sino que tenemos que optar entre
distintas orientaciones posibles. Esto nos exige llevar a cabo otro tipo de
actos intelectivos, que llamamos actos de razón. Cuando nos apropiamos de una
determinada posibilidad, no estamos solamente entendiendo el sentido de nuestra
actuación, sino que estamos pensando lo que son las cosas con independencia de
nuestros actos. Los actos racionales consisten justamente en buscar la realidad
de las cosas más allá de nuestros actos. Con ello, nuestra actuación adquiere
una dimensión nueva. El sentido que aparece en nuestros actos es ahora
comprendido a la luz de aquello que hemos determinado como el fondo real de las
cosas. En la actividad nos comportamos respecto a lo que consideramos que es la
realidad de las cosas más allá de nuestros actos. Obviamente, muchos momentos
fundamentales de la biografía y de la historia humana tienen no consisten
solamente en acciones y actuaciones, sino también en actividades.
Con
la actividad alcanzamos la estructuración más compleja de los actos humanos.
Son los actos queriendo ir más allá de sí mismos, apropiándose posibilidades a
la luz de la presunta realidad de las cosas que en ellos se actualizan. Las
acciones, actuaciones y actividades son las tres estructuraciones fundamentales
de los actos humanos. De este modo, es posible dar un sentido estricto al
término "praxis" o "práctica". La praxis humana engloba
tres tipos de estructuraciones de los actos humanos: las acciones, las
actuaciones y las actividades. La praxis deja entonces de ser un concepto
equívoco e indeterminado para comenzar a referirse a unos contenidos y a unas
estructuraciones concretas que pueden ser analizadas en detalle. Obviamente, el
concepto de praxis no se opone aquí al de entendimiento ni al de razón. Como
hemos visto, tanto los actos intencionales como los actos racionales son
ingredientes constitutivos de la praxis. Al análisis de las distintas
estructuraciones de la praxis humana sin pretender ir más allá de nuestros
actos lo denominamos praxeología. La praxeología es, en este sentido, una
filosofía primera. Y es también una filosofía transcendental.
El
carácter transcendental de la praxeología no estriba en que ella se ocupe de la
transcendentalidad del sujeto o de la transcendentalidad de la realidad. La
praxeología estudia las distintas configuraciones de los actos humanos. Al
hacerlo, ella tiene que incluir en su campo de estudio las distintas
actualizaciones de las cosas en cada uno de esos actos y en cada una de sus
configuraciones. Por eso, todo lo real interesa a la praxeología, aunque
solamente en la medida en que se actualiza en nuestros actos. Otras
disciplinas, como las ciencias o la metafísica, pretender ir más allá de
nuestros actos. La praxeología, en cambio, permanece en el nivel de nuestros
actos. Sin embargo, éste es el nivel verdaderamente transcendental, al menos en
un sentido: la praxis humana, en sus distintas estructuraciones, es la fuente
última de todo nuestro contacto con las cosas y de todo nuestro conocimiento de
ellas33 . Por eso, todas las afirmaciones sobre la subjetividad y sobre la
realidad han de pasar por el filtro crítico de la praxeología. La filosofía
primera es la praxeología transcendental.
De
este modo, toda orientación de la praxis humana en el mundo y toda
fundamentación de las ciencias (que es parte esencial de esa orientación)
necesita una praxeología. Desde el punto de vista de la praxeología habría que
enfrentar los grandes problemas relativos a la ética, a la filosofía social, a
la epistemología de las ciencias naturales y sociales, a la teología, y a
cualquier otra disciplina vinculada a la orientación de la praxis humana en el
mundo. Ciertamente, la praxeología no puede orientar nuestra praxis sin contar
con los conocimientos que nos proporcionan esos saberes. Pero esos saberes
requieren una previa fundamentación que solamente se puede esperar de la
praxeología. El desarrollo efectivo de semejante tarea constituye una labor
ingente que probablemente sobrapasa los límites, no sólo de estas páginas, sino
también de las capacidades de un solo pensador.
6. Conclusión
La
praxeología, así concebida, recogería en su seno la herencia de la
fenomenología, llevándola a un nuevo nivel de radicalidad. Probablemente,
muchas dificultades clásicas de la filosofía fenomenológica, como las relativas
al problema de la "intersubjetividad", pueden alcanzar desde una
perspectiva praxeológica soluciones originales y novedosas. En cualquier caso,
la praxeología como cumplimiento radical de la fenomenología podría mostrar las
investigaciones filosóficas no consisten en la simple formulación de opiniones
arbitrarias, sino que en ellas cabe un estricto progreso, si bien distinto al
que se da en las ciencias. Es un progreso en continua radicalización.
La
praxeología abre ante nosotros un campo inmenso de labores filosóficas.
Obviamente, ella enlaza con otras muchas corrientes filosóficas interesadas en
la praxis. Sin embargo, este enlace se produce desde el punto de vista de la
filosofía primera. La praxeología no procede del pragmatismo, ni de la filosofía
de la acción de Blondel, ni de las filosofías marxistas de la praxis. Tampoco
procede, estrictamente hablando, de los contenidos concretos de la filosofía de
Husserl, sino solamente de la radicalidad propia de esa filosofía, que no es
otra que la radicalidad de cualquier filosofía anténticamente empeñada en la
búsqueda de una orientación radical para la humanidad a partir de un saber
primero, fundamentador de todos los demás saberes. Por eso, una praxeología
como filosofía primera tiene que revisar todos los presupuestos que pueda haber
en el pragmatismo, en la filosofía de la acción o en las filosofías marxistas
de la praxis, incluidos los presupuestos voluntaristas o antiintelectualistas.
La praxeología se interesa por todas las configuraciones de la praxis humana,
tanto las activas como las pasivas, y por todos los actos que las integran,
incluyendo los actos de entendimiento y de razón. La praxeología pretende por
ello constituirse en una filosofía integral de la praxis.
Todo
intento de filosofar tiene, sin duda alguna, mucho de inmodestia, sobre todo
cuando la filosofía nos sitúa ante tareas tan ingentes como las aquí esbozadas.
Sin embargo, quien se ha encontrado con problemas filosóficos y se ha sentido
insatisfecho por las soluciones propuestas, tiene necesariamente que decir: ich kann nicht anders!
Notas
1
Cf. E. Husserl, Die Idee der Ph‰nomenologie. Fünf Vorlesungen, La Haya, 1973,
pp. 21-26.
2
Cf. E. Husserl, ibid., pp. 35-36.
3
Cr. E. Husserl, Grundprobleme der Ph‰nomenologie, La Haya, 1973, pp. 159-171.
4
Sobre este punto puede verse J. San Martín, La fenomenología de Husserl como
utopía de la razón, Barcelona, 1987, p. 62 y ss.
5
Cf. E. Husserl, Grundprobleme der Ph‰nomenologie, op. cit., p. 166.
6
Cf. E. Husserl, Logische Untersuchungen, La Haya, 1984, vol. 2, 1™ parte, p.
374.
7
Cf. E. Husserl, Grundprobleme der Ph‰nomenologie, op. cit., p. 155.
8
Cf. El Husserl, Ideen zu einer reinen Ph‰nomenologie und ph‰nomenologischen
Philosophie (desde ahora, Ideen), vol. 1, La Haya, 1976, p. 123. Husserl cita
expresamente a Kant en este pasaje.
9
Sobre la relación entre el kantismo y la fenomenología puede verse H. Holzhey,
"Zu den Sachen selbst! Ðber das Verh‰ltnis von Ph‰nomenologie und
Neukantismus", en M. Herzog y C. F. Graumann (eds.), Sinn und Erfahrung. Ph‰nomenologische
Methoden in den Humanwissenschaften, Heidelberg, 1991, pp. 3-21. También puede verse J. San Martín, La fenomenología de
Husserl como utopía de la razón, op. cit., pp 67-68.
10
Sobre el problema de la "constitución" puede verse E. Husserl, Ideen,
vol. 1, op. cit., pp. 351 y ss.
11
Cf. E. Husserl, Ideen, vol. 1, op. cit., p. 120. El subrayado es nuestro. Sobre el carácter del yo puro como presupuesto
pueden verse también las pp. 119 y 121.
12
Cf. El Husserl, ibid., p. 124.
13
Cf. E. Husserl, Ideen, vol. 3, La Haya, 1971, p. 152.
14
Cf. E. Husserl, Die Krisis der europ‰ischen Wissenschaften und die
transzendentale Ph‰nomenologie, La Haya, 1976, pp. 1-17.
15
Cf. E. Husserl, Ideen, vol. 1, op. cit., p. 51.
16
Sobre estos problemas puede verse D. Cruz Vélez, Filosofía sin supuestos. De
Husserl a Heidegger, Buenos Aires, 1970.
17
Cf. E. Husserl, Ideen, vol. 1, op. cit., p. 123.
18
Cf. X. Zubiri, Inteligencia sentiente. Inteligencia y realidad, Madrid, 1984
(3™ ed.), p. 173.
19
Aunque Zubiri en Inteligencia sentiente (op. cit.) señala que el deslizamiento
de Husserl hacia la subjetividad es un deslizamiento en el mismo acto (cf. p.
20), probablemente se refiere con ello a la interpretación de la misma
fenomenología. De hecho, su exposición del problema (cf. p. 21) critica la
presuposición de una conciencia situada más allá de los actos.
20
Cf. J. Bañón, "Zubiri hoy: tesis básicas sobre la realidad", en D.
Gracia (ed.), Del sentido a la realidad. Estudios sobre la filosofía de Zubiri,
Madrid, 1996, pp. 73-105, especialmente p. 98.
21
Cf. X. Zubiri, Inteligencia sentiente, op. cit., pp. 57-58.
22
Cf. X. Zubiri, ibid., pp. 124-125.
23
"Realis y realitas no son palabras antiguas: se inventaros como términos
filosóficos en el siglo XIII, y el significado que intentaban expresar es
perfectamente claro. Es real lo que tiene tales y cuales caracteres,
independientemente de que alguien piense que los tiene o no", cf. C. S.
Peirce, Collected Papers, Cambridge, Massachussets, 1931-1968, vol. 5, ß 430.
24
Cf. J. Bañón, "Reidad y campo en Zubiri", Revista agustiniana 34
(1993), pp. 241 y ss. También D. Gracia habla de dos conceptos de realidad,
aunque no separables entre sí, cf. Voluntad de verdad. Para leer a Zubiri,
Barcelona, 1986, pp. 114-115.
25
X. Zubiri, Inteligencia sentiente, op. cit., p. 59.
26
Cf. X. Zubiri, Inteligencia y logos, Madrid, 1982, p. 134.
27
Una crítica el subjetivismo de las filosofías marxistas de la praxis puede
verse en J. Habermas, Der philosophische Diskurs der Moderne. Zwˆlf
Vorlesungen, Frankfurt, 1985, pp. 96-103.
28
Tal como propone el mismo E. Husserl, cf. Logische Untersuchungen, vol. 2, 1a
parte, op. cit., p. 393.
29
Cf. D. Hume, A Treatise of Human Nature: Being an Attempt to Introduce the
Experimental Method of Reasoning into Moral Subjects, Oxford, 1888, pp. 1-5.
30
Nuestro punto de vista tiene importantes coincidencias con la crítica que J.
Ortega y Gasset realizó a la fenomenología, en nombre de la
"ejecutividad". Sin embargo, transformar esa ejecutividad en
"vida" imposibilita un análisis detenido de los actos y nos pone en
una pendiente que lleva a una nueva entidad metafísica más alla de todo acto.
31
Este concepto de verdad lo he expuesto en mi trabajo sobre "El punto de
partida de la filosofía", en la revista Realidad 46 (1996) 694-720.
32
Zubiri ha desarrollado un excelente análisis de las acciones, aunque al
servicio de una antropología filosófica, cf. X. Zubiri, Sobre el hombre,
Madrid, 1986, pp. 11 y ss.
33
Una concepción semejante de lo transcendental, pero referida al sujeto, la
encontramos en E. Husserl, Die Krisis der europäischen Wissenschaften und die
transzendentale Ph‰nomenologie, op. cit., pp. 100-101.