Se cumple un siglo del nacimiento de Xavier Zubiri, mi primer maestro de filosofía, mi amigo de tantos años. Lo conocí en octubre de 1931, en su cátedra de la admirable Facultad de Madrid. Con una sotana pulquérrima, sin haber cumplido treinta y tres años, volvía a ser profesor después de dos años de estudios con Heidegger en Alemania. Hablaba rápida y nerviosamente, sin ahorrar dificultades, con pasión y rigor. Leíamos la «Monadología» de Leibniz; como yo estudiaba además Ciencias, me decía a veces:«Usted, joven matemático, lo entenderá bien. » Yo tenía diecisiete años. Hicimos pronto excelente amistad, y en ocasiones íbamos a merendar juntos y a ver una película policiaca o de espionaje, o a husmear en librerías de viejo, como dos compañeros -es lo que parecía-. Algún tiempo después, por las frecuentes vejaciones o agresiones, el obispo autorizó a los sacerdotes a usar traje seglar, y Zubiri vistió siempre impecables trajes muy oscuros.
A lo largo de los años he tenido discrepancias filosóficas con Zubiri y algunas decepciones personales, pero mi recuerdo vuelve siempre a aquellos años de juventud, de los que tengo viva nostalgia. Zubiri era un hombre de extraordinario talento, de conocimientos que me atrevo a calificar de excesivos, porque de nada se debe abusar. Era un extraordinario historiador de la filosofía, y mostraba con increíble penetración y hondura el pensamiento cristiano, del que suelen hablar con desprecio los ignorantes deseosos de «hacer méritos». Me aconsejó desde el principio leer la «Metafísica» de Aristóteles -en la traducción italiana de Armando Carlini, reservando para el curso siguiente el griego y Ortega-.
Seguí con entusiasmo todos sus cursos. En diciembre de 1935 me anunció que no enseñaría desde enero, porque se iba a Roma a resolver su situación eclesiástica y casarse canónicamente con Carmen Castro. Me leyó el manuscrito de su espléndido ensayo «En torno al problema de Dios», que se publicó después en la «Revista de Occidente». Desde el año anterior me había pedido colaborar en «Cruz y Raya». Por su ausencia, en Roma y desde el comienzo de la guerra civil en París, no estuvo en mi examen de Licenciatura.
Yo tomaba notas de sus cursos; me pedía los cuadernos en que los retenía; nunca me los devolvió. Volvió a España al empezar la Guerra Mundial; por dificultades eclesiásticas, no políticas, no pudo seguir enseñando en Madrid y fue trasladado por dos años a la Universidad de Barcelona; no se sintió cómodo, pidió la excedencia y volvió a Madrid sin cátedra; dio cursos privados, a los cuales asistí siempre, salvo alguna estancia en los Estados Unidos.
En 1944 publicó Zubiri su libro «Naturaleza, Historia, Dios» -una espléndida colección de ensayos que comenté con entusiasmo, el libro que prefiero entre todos los suyos-. El trabajo final, «El ser sobrenatural», me parece un admirable estudio teológico, con asombroso conocimiento de la teología de San Pablo y de los Padres de la Iglesia, sobre todo griegos; al final de su vida le propuse a Zubiri hacer una edición separada, para que pudiera aprovecharse en todo su valor.
Cuando íbamos a casarnos Lolita y yo nos escribió una admirable carta sobre el matrimonio, que le dimos a leer a nuestro hijo mayor cuando al cabo de los años iba a casarse. Zubiri fue director de mi tesis doctoral «La filosofía del P. Gratry», pero no asistió al acto en que fue «suspendida» en enero de 1942, en uno de los momentos más increíbles por que pasó la Universidad española.
En el verano de 1955, cuando pasé diez días en el Château de Cérisy en una reunión de filósofos europeos con Heidegger, recordé sus años de convivencia con Zubiri y le propuse mandarle una postal. Me dijo:«Y otra a Ortega. » Escribimos y firmamos las dos postales, y las enviamos a Madrid. Ortega murió unos meses después.
Recuerdo muy bien que un día llegué a la Revista de Occidente; estaban juntos Ortega y Zubiri; me dijeron: «Estábamos hablando de usted y de la suerte que había tenido al no ir a estudiar a Alemania».
La última larga conversación que tuve con Zubiri fue en el despacho que tenía en lo que era el Banco Urquijo y ahora es Ministerio de Cultura; al final se unió a ella mi hijo mayor, Miguel. Fue particularmente interesante, y tuve la impresión de que había algo de balance y vuelta a aquellos años ya tan remotos.
Me enteré de la muerte de Zubiri de un modo extraño. Volé del Brasil a Costa Rica, en 1983. En el aeropuerto de San José me esperaba el embajador de España, que mencionó de pasada «la muerte de Zubiri»; tuve una sorpresa dolorosa, y se me actualizaron de repente tantos años de nuestras vidas. Muchos años atrás le había dedicado mi introducción a la traducción de la «Política» de Aristóteles con las palabras que el Dante refiere al filósofo griego: «A Zubiri, "maestro di color che sanno", maestro de los que saben». Lo era, en grado eminente, quizá, ya lo he dicho, excesivo. Mi esperanza en él era enorme, tal vez distinta de lo que fue su realidad. Hay que recordar la honda fórmula de Dilthey: «La vida es una misteriosa trama de azar, destino y carácter. » De su equilibrio dependen muchas cosas.
Ortega había nacido en 1883; Zubiri en 1898; yo en 1914: tres generaciones, exactamente. En un libro de los que creo que no se deben publicar, compuestos de los papeles privados de autores muertos, encuentro una anotación de Ortega, escrita en Lisboa hace cincuenta y cinco años, que me conmueve profundamente. Dice así: «Mi hijo José que desde hace unos años dirige las ediciones de la "Revista de Occidente" -de quien sólo queda en el aire el nombre- quería publicar la segunda edición de la «Historia de la filosofía» compuesta por Julián Marías, discípulo de Javier Zubiri y mío. Marías rogó a mi hijo que me pidiese unas páginas de epílogo. Como el libro lleva ya un prólogo de Zubiri nos reuníamos en él tres generaciones de hombres que con continuidad desusada y en estrecha relación personal se han ocupado en el desnudo e implacable mediodía de Madrid, bajo los cierzos de la vecina serranía, de intentar hacer filosofía. Íbamos, pues, a aparecer juntos y confundidos en un solo libro, simbólicamente entreverados y mixtos, -porque, en efecto, el único lío que nos hemos hecho los tres es no saber ya si somos cada cuál de los otros dos discípulos o maestros».
El libro apareció con el prólogo y un largo epílogo. Yo lo he tenido siempre muy claro. Hace muchos años escribí:«La fidelidad a un maestro, lo que podríamos llamar filiación legítima, no puede ser más que innovación. Por eso, la relación de un pensamiento con el de un maestro podría reducirse a esta fórmula, que es válida para la relación de cualquier filosofía con todo el pasado filosófico: inexplicable sin él, irreductible a él».
(c) 1998 Prensa Española S. A.